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El fracaso de la lógica

por Samuel Calva

La realidad aterra más que lo que imaginamos

A veces reluce en mí el pensamiento lógico qué me impide tomar a la ligera cualquier suceso qué parezca inexplicable. Por eso, ante cualquier situación donde se experimenta algo a lo qué sólo se le pueda atribuir razones fantásticas o fantasmagóricas, no puedo sino respaldarme en el pensamiento crítico qué me ha permitido refutar las historias que muchos me han contado y otras tantas qué yo he vivido.

Así fue como pude determinar a los catorce años, en mi primer encuentro con lo supuestamente sobrenatural qué lo que estaba viviendo no era sino obra de una casualidad.

Me encontraba en la casa de quien algún día se convertiría en el amor frustrado de mi adolescencia. Había pasado toda la tarde a su lado compartiendo el espacio de su sala con el televisor a todo volumen. Llevábamos para ese tiempo, ya casi una década siendo amigos. Así que dormir ahí era algo que hacía con frecuencia. Además, yo era lo que su padre tachaba de inofensivo.

Estábamos solos en la casa, siendo presa del encierro rutinario al qué sus padres nos condenaban para que no pudiéramos disfrutar de la vagancia nocturna qué otros de nuestra edad sí gozaban. Cenamos lo que ella cocinó, no recuerdo con claridad lo que puso en mi plato aquella noche, pues yacía perdido en las facciones de su rostro y la dulzura de sus palabras. Se quedó dormida en el sofá luego de un festival de películas de terror qué teníamos prohibido ver, me abrazó quizás una docena de veces y fue en esa misma posición qué dormitó, hasta que se quedó inmóvil luego de que el cansancio la invadiera. Me fue inevitable imitarla y al cabo de pocos minutos, terminé igual que ella.

Me desperté quizás pasada la medianoche, en las penumbras de una habitación qué a primera mano no pude reconocer. Permanecía en el mismo sitio y tardé varios minutos en comprender que no estaba en otra realidad, sino que más bien la luz se había ido y el lugar se había transformado en una caverna sinuosa de miedos inexplorados.

Cuando acumulé el valor suficiente, fui a arroparle con mi chaqueta, estaba cerca del televisor. Me levanté y llegué al corredor, en ese tiempo no existían los celulares, tuve que caminar a tientas. No buscaba solucionar el problema eléctrico, sino satisfacer la necesidad inconmensurable qué dos litros de refresco y muchas golosinas le habían causado a mi cuerpo. Tropecé con un balde de agua helada y casi me resbalo en el líquido desparramado. Por lo menos me sirvió para darme cuenta de que me encontraba cerca del baño y luego de pasos inseguros abrí la puerta para ingresar, la cerré azotándola, como si con eso fuera a hacer que se iluminara toda la casa para poder defecar tranquilo.

Era yo de las personas que reflexionaba sobre cada aspecto de su vida mientras permanecía inerte, con los ojos llorosos sobre una taza de cerámica; esa fue quizás una de las pocas excepciones. Y es que, si bien afuera del cuarto de baño delgados destellos de luz nocturna se colaban por las tejas, dentro del pequeño espacio donde me encontraba no había más que tinieblas profundas que me hacían temblar. Solo me acompañaba la desesperación y el goteo interminable de un grifo que no cerraba por completo.

Por un momento creí ser transportado a una realidad donde ya nada existía y me encontré solo, con el deseo de regresar con la única persona que a mi percepción seguía existiendo en dicho universo. Me levanté apresurado, ni siquiera me abroché el cinturón, sentí los pies descalzos empapados. Al tratar de dar un paso percibí entre los dedos la viscosidad que a mi mente se le figuró, debería pertenecer a sangre y no a simple agua. Temí tocarlos, el instinto de escapar fue inminente, tomé el cerrojo, lo giré y la puerta se abrió, pero se detuvo luego de desplazarse tan solo un poco, ni siquiera era suficiente para poder sacar toda la mano.

Para ese punto dejé de pensar, y me aplastó la desesperación. Como pude arremetí con golpes la puerta de madera. Usé cada una de las partes del cuerpo, la primera que se vio afectada fue la rodilla donde se enterró un clavo sobre salido. No fui capaz de gritar, aun con el dolor punzante centralizado en el orificio de donde escurrían (ahora sin lugar a duda), caudales incesantes de sangre. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados, mi garganta estaba seca, como si hubiera pasado un mes completo sin probar agua. Toda la piel se me erizó y por cada centímetro desde la cabeza hasta el principio de la espalda, sentí como se vertía el agua fría que debió provenir de manantiales del inframundo.

Cuando mi amiga llegó guiada por el escándalo que se provocaba en el baño, ya me había dislocado el hombro y temblaba recostado en una puerta donde pensé que permanecería el resto de mi existencia.

Atribuyo esa anécdota como la razón de su desinterés en nuestro futuro romance, pues fue a partir de ahí que en lugar de ser alguien admirable para ella, me convertí en razón de burla, en las conversaciones de nuestros amigos.

—Lo hubieras visto —dijo ella al hablar con su padre al día siguiente—. Se volvió loco solo porque no podía abrir la puerta, hasta quebró el tubo de la regadera. La puerta no se abría porque debajo de ella se cayó aquel pedacito de metal que mi mama pone para que no se cierre la puerta de la cocina. De plano se cayó cuando cerró la puerta, y se quedó trabada con la baldosa que está quebrada.

—Jamás los volveré a dejar solos —contestó su padre, con una expresión de fingida seriedad, ya que, por dentro, de seguro se partía a risas.

Fue a partir de ese momento que mi mente se sumió en el razonamiento lógico y por tal motivo, al enfrentarme a cualquier situación similar pensé con mucha claridad antes de entrar en pánico. Cuando se extravió el gato de mi hermana pequeña, ella lo siguió por los callejones de la colonia, regresó al término de pocos minutos. Estaba pálida y llorando. Me contó que lo había encontrado sentado sobre unas escaleras y que una mujer lo había tomado para luego adentrarse a una casa abandonada sin abrir la puerta.

—Yo la vi, se levantó como flotando y atravesó la puerta por completo. La hubieras visto. Pobre gatito, ya lo perdí para siempre.

—Vamos a ver —le dije. Y me siguió luego de mucha resistencia.

Cabe mencionar que era de noche y que los callejones de la colonia siempre estuvieron muy poco iluminados. Cuando llegamos, a simple vista deduje la respuesta. Y es que, si mirabas con atención, esa casa era claramente ocupada por vagabundos y lo que resguardaba la entrada principal, no era una puerta sino una cortina que, si bien en algún momento de la historia había sido blanca, el tiempo y la suciedad la habían tornado del mismo color grisáceo muy similar al resto de las puertas del vecindario.

Así continué el resto de mi vida, contradiciendo todas aquellas historias que con frecuencia me relataban mis conocidos. Cuando tenía la oportunidad recreaba el hecho frente a todos y me gané más de alguna vez, aplausos plagados de asombro.

Como quisiera poder pensar de la misma forma en la situación actual, sería así, dueño de mi razón y perpetuaría con palabras la verdad que no quiero aceptar.

He envejecido y la vida trajo consigo a una mujer hermosa con la que me casé y en quien fundé todas las esperanzas de felicidad absoluta. Me acompañó más tiempo la ilusión que su presencia física ya que, luego de dos años de relación, me abandonó por seguir a un tipo de mayor rango social y mayor dotación material que la que yo poseía. Me dejó solo, plagado de deudas contraídas por consentir su vida despreocupada, con más inseguridades que cuando estuve soltero y con ansias de terminar mi vida, cada vez que se me presentaran sus recuerdos.

Planté toda esperanza en el ser que dio fruto mi frustrado matrimonio, le puse por nombre a esa niña el mismo que la mujer que me abandonó luego de que destrocé su cuarto de baño.

Su sonrisa iluminaba cada uno de los rincones de mi viejo cuarto. Llevaba yo casi dos semanas sin almorzar, empecinado en comprarle un peluche dorado en forma de gato. Lo compré y la felicidad inundó su rostro, se encariñó con él desde el principio y lo alimentaba con las migajas que yo ponía en su plato antes de llevarlas a su boca. En su mente eran una cena digna, y para mí era solo un trozo de queso condimentado con sal y acompañado por tortilla fría.

Solía sentarse a mi lado al terminar el día y con una sonrisa me imploraba que le contara historias divertidas que la hicieran imaginar una realidad alentadora. La pobre pasaba casi todo el día sola, pues la vecina se negó a cuidarla luego que yo también me negara a pagarle. Nunca tuve una imaginación impresionante, por lo que los cuentos que le relataba eran más bien las impresiones de mi día a día como pintor de viviendas. Ella me observaba hablar casi inmóvil, acurrucada en mi brazo izquierdo mientras a lo lejos, en ocasiones, se escuchaban ambulancias o ruidos de disparos, pues vivíamos en un barrio correspondiente a nuestra pobreza.

Con recurrencia se quedaba dormida en esa posición. A veces solo fingía pues sabía bien que estar a mi lado la calentaba más que las sábanas sucias y rasgadas que cubrían su cama. Era en esos momentos donde más odiaba mi vida, donde más veces pensé en abandonarla para migrar caminando a otro país, para por lo menos con eso hacerla feliz, y que cuando doblara su edad y cumpliera catorce, pudiera tener una vida rodeada de las comodidades que yo siempre quise. Me quedé dormido pensando en las noches cuando dormía abrigado junto a la mujer que juré proteger por el resto de mi vida.

Cuando algo te estalla junto al oído, con regularidad comienza a timbrar, de forma inmediata el cuerpo se alerta y todos los sentidos se sensibilizan; sin embargo, en esa ocasión mi cuerpo reaccionó de manera diferente. Había llegado el ocaso y luego de la explosión permanecí estático por más tiempo del que cualquier ser humano lo ha hecho ante una escena como esa. 

Es difícil explicar como la carne se deforma cuando desaparecen las fibras imperceptibles que la mantienen unida, si algo puedo afirmar con certeza es que el líquido que se me esparcía por la cara, que me cubría el brazo y escurría por el codo, era sangre. Hubiera querido despertar en un cuarto a oscuras como aquella vez a mis catorce años. No hubiera sido testigo de cómo la cabeza de mi hija se encontraba desecha e irreconocible, sin ningún rastro alguno del rostro de una niña. Yo sabía que era ella, porque se acababa de dormir hacia minutos y los brazos pequeños aun sostenían aquel gato gordo que, sin saberlo, viviría más que su dueña.

Mi brazo se entumeció por las largas horas en las que los restos de su cuerpo descansaron sobre él. Cuando la sangre estuvo fría, mi vida debió terminar también; pero no hubo respuesta divina que complaciera esos deseos tan profundos. En consecuencia, a esto, abandoné la razón y la lógica que regía mi vida; pues pensé firme, con total convicción, que lo sucedido era debido a una maldición, mal de ojo, a un qué sé yo, brujería de alguien que me odiaba, quien se regocijaba al hacer mis días miserables. Su más grande obra: matar a mi hija, para hacer que el sufrimiento se perpetuara el resto de mi vida, esa era la razón indudable, nada tenía que ver el dinero que no tenía, cuya ausencia nos obligaba a vivir en un barrio pobre, donde sobraban las balas perdidas atravesando los precarios techos de lámina. Por tal razón, yo… no tengo toda la culpa.