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El camino seguro

por Samuel Calva

Hay recuerdos que de forma inexplicable permanecen dormidos en nuestras mentes. No todos los días pensamos en el rostro de la persona desconocida de quien nos enamoramos al encontrarla por casualidad al descender de un autobús. Es que dichos recuerdos no son imprescindibles para que la cotidianidad se desarrolle sin verse afectada; sin embargo, muchos de ellos son causa de reflexión tardía.

Así sucedió esa vez, cuando Ezequiel se vio transportado de nuevo a aquella esquina, un momento intrascendente, nada memorable, cuando afuera de un bar fumaba y se tronaba los dedos esperando que la noche avanzara para que sus amigos llegaran a alegrar su velada.

Acababa de comprar el racionamiento frecuente de cigarrillos para no tener ningún minuto libre de humo. Con los brazos cruzados, observaba los autos pasar a gran velocidad frente a él. Minutos antes le había negado su ayuda al tercer vagabundo de la noche, sentía un desprecio desestimado por aquellas personas raquíticas quienes, casi de rodillas, rogaban por una limosna que, según sus declaraciones, serviría para poner un plato de comida en su mesa. Sabía él que lo único que buscaban era juntar lo suficiente para alcoholizarse en una esquina, pues el olor que desprendían dejaba poco a la duda.

La cuarta solicitud llegó al concluir el tercer cigarrillo. Tenía ésta un objetivo diferente, pues aquellos tres adolescentes llegaron suplicando tabaco y no monedas. Se regía Ezequiel por el acuerdo no escrito de proporcionarle cigarros a cualquier persona que se lo solicitara, así que se los entregó sin titubear; de igual modo, tenía suficientes para fumar el resto de la semana sin visitar un autoservicio.

Los chicos los recibieron con entusiasmo; fue esa, quizás, la primera ayuda que habían recibido en el transcurso del día, o eso fue lo que declararon. Los tres, envueltos en rostros de cansancio, con sudor esparcido por todo su pecho, sonrieron tras la primera calada. El que aparentaba mayor edad comenzó a hablar sin que se lo pidieran. Usaba palabras extranjeras con un acento que Ezequiel no pudo identificar hasta que él aclaró su procedencia.

—Venimos caminando desde Nicaragua. Bueno, la mayor parte nos movimos pidiendo aventón, pero vos me entendés.

—Les falta mucho que recorrer —dijo Ezequiel frotándose las manos—; dicen que México es lo más difícil.

—No, amigo, ya llegamos a nuestro destino. Aquí hay trabajo. Miguel ya consiguió en un carwash —señaló al más joven—; mañana esperamos encontrar algo nosotros dos.

Los vio extrañado, dudando de lo que acababa de escuchar.

—Pensás mal, amigo, la vida aquí es jodida.

—Pues yo miro todo lo contrario. Mi tío vino el año pasado y no le fue nada mal. Lo mataron en un asalto, eso sí, pero antes de eso nada que renegar de este país. Él tuvo la culpa, aquí y en China no se le debe hacer frente a alguien con una pistola.

Él trató de explicarles todas las desventajas de ser indocumentado en el país, y le respondieron con una sarta de esperanzas de un futuro que ni él mismo se había planeado para su porvenir.

Continuaron conversando hasta que un rostro conocido se paró frente a Ezequiel. La noche para él había comenzado y para los adolescentes había llegado a su fin. Pidieron indicaciones para llegar a la casa del emigrante, y se vieron decepcionados al enterarse de que llevaban dos horas caminando en la dirección contraria.

Esa fue la única vez que platicó con un emigrante en persona, y eso que el país es el corredor de muchos desamparados que sueñan con un futuro alentador en Estados Unidos. Ezequiel recordaría aquel día, un lunes por la tarde, cuando se dio cuenta de que el banco estaba confiando en una persona incorrecta.

Le llegó un mensaje promocionando un préstamo bancario preautorizado que le permitiría un viaje seguro a ese país donde alguna vez se forjó el término “el sueño americano”. Todas las personas que conocía que habían emprendido la travesía habían conseguido, al término de unos cuantos años, lo que pocos consiguen en Guatemala en varias décadas: casa de cinco niveles, autos de lujo, negocios fructíferos y relaciones rotas e irreparables.

Tenía en mente el monto exacto que le había costado el viaje a su cuñado el año anterior. Le bastaba y sobraba con la propuesta bancaria. La inflación afectaba también a los coyotes, pero se sintió tranquilo al tener los ahorros suficientes para suplir una pequeña variación. Siempre había considerado la posibilidad de abandonar a su familia por media década para darles la vida que siempre quiso darle y cuya posibilidad jamás estaría entre sus manos sin alejarse de ellos.

Acababa de cumplir treinta años, y decidió con fervor tener la edad de aquellos adolescentes carentes de miedo para aventurarse en un país desconocido. La emoción se mezcló con miedo y llamó a todos sus conocidos en aquel país para saber si sería recibido para dormir en el suelo, a cuestas de prometer un pago cuando el dinero de los gringos le favoreciera. Consiguió una promesa de trabajo para embalar fruta en la madrugada y un catre maloliente, cobrando los favores que había realizado en la juventud. Al término de esa tarde obtuvo el contacto del coyote que había llevado a todos sus amigos.

Estableció un plan de acción y, luego de pelear por una semana con su esposa, obtuvo la aprobación para partir con la limitante de llevársela a ella y a su hijo dos años después, cuando tuvieran el financiamiento suficiente. Platicó la posibilidad con sus amigos y le aclararon que esa era la peor idea que algún emigrante podía tener. Lo intimidaron con multitud de dramas que cada uno había experimentado en carne propia y ajena: “una relación no funciona en este lugar, llevo diez aquí y todos los compas que se han traído a su mujer, o bien los engañan a los pocos meses, o ellos mismos las abandonan por haber encontrado a alguien mejor”.

Barajó la posibilidad de migrar a España, pues ahí sí podía hacer el viaje de forma legal, pero lo retuvo la certeza de todas las experiencias que encontró en internet. La mayoría relataba la dureza de los primeros años, donde ni siquiera podían conseguir un techo para dormir aun teniendo el dinero suficiente para pagarlo. Se vio a él y a su familia durmiendo en un parque y definió sin darle más vueltas que Estados Unidos era la mejor opción. La fecha de partida fue concretada en enero del próximo año, cuando las fiestas decembrinas hubieran concluido; esa era en su mente, una digna despedida.

No la pudo realizar. Se despertaría el diez de diciembre en la madrugada para contestar la llamada del coyote, quien adelantó el viaje sin consultarlo. Tuvo que aceptar con pesar; era eso o esperar tres meses más. Ya tenía el dinero en su cuenta y pagar una sola cuota del préstamo le impediría tomar el viaje.

No tuvo tiempo de despedirse de todas las personas que tenía en mente; apenas y pudo realizar una cena familiar donde no estuvo presente todo su núcleo cercano. Abrazó a su esposa en San Marcos, frente a un autobús, donde sus lágrimas se mezclaron mientras le sonreía a un niño que ni siquiera sabía hablar. El viaje duró quince días; en ninguno de ellos padeció alguna pena que no tuviera índole sentimental, pues no le faltó la comida, ni el agua, y como premio de consolación pasó la frontera en una avioneta. Se sintió sorprendido de que algo que atemoriza a tantas personas para él había sido casi como un paseo turístico. Había pagado el precio: veinte mil dólares en efectivo, y una distancia de casi diez mil kilómetros entre su sonrisa fingida y las lágrimas de alegría que derramó su esposa frente a la pantalla de un celular.

Se reprochó sus decisiones la primera mañana que vio en aquel país. El dinero que acababa de gastar le hubiera servido para crear una empresa en Guatemala; el riesgo era similar, y aun así, él decidió hacerlo donde podía ganar en dólares. Se tragó el dolor y la nostalgia, luego de abrazar a los amigos con los que había pasado la adolescencia y llevaban una década lejos de su país natal.

Ezequiel, el tipo de oficina que nunca había trabajado lejos de un computador, se mordió los labios cuando se encontró levantando la centésima caja del día para ganar cuatrocientos dólares a la semana. Acoplarse a las necesidades de su nueva labor fue una tarea que le llevó varias semanas y, cuando por fin lo logró, una caja de los vegetales que no había comido desde que emigró, le cayó en el pie y se lo partió en dos.

Si ya de por sí afrontar una fractura de cualquier tipo representa aplacar una letárgica recuperación, hacerlo en la rotunda soledad que provoca no tener a ningún conocido verdadero en por lo menos diez mil kilómetros a la redonda hace que llorar deje de ser un alivio. Ninguno de sus supuestos amigos se atrevió a ofrecerle algo más que palabras de aliento; los pocos ahorros que tenía en Guatemala regresaron a Estados Unidos en una acción que parecía incongruente para cualquier emigrante. No bastaron para compensar los gastos de la atención médica, por lo que su esposa se endeudó en un banco diferente al que en primer lugar le había otorgado el préstamo a Ezequiel.

Cuando ambos experimentaron la primera Navidad en soledad, eran más pobres de lo que nunca habían sido. La satisfacción llegó luego de seis meses, cuando Ezequiel, recuperado, volvió al trabajo. Se empecinó en cambiar su estado de liquidez y, cuando le fue posible, consiguió varias fuentes de ingreso. Los domingos se le veía en la playa, ofreciendo fruta en una carretilla, diciendo la misma comparsa que había escuchado desde niño. Pues su madre, de la misma forma, consiguió darle educación cuando se quedó a su cargo.

Su objetivo era tener a su esposa durmiendo a su lado para la próxima Navidad; regresar a Guatemala a corto plazo se había convertido en la peor opción. Se aterraba al pensar que debía pasar diez o doce años alejado de su familia, pues al hacerlo antes, sus acreedores no le permitirían llevar una vida tranquila. Se imaginó a su esposa como una desconocida a la que los años le habrían robado la belleza, y a su propio hijo convertido en un adolescente que solo lo vería como el señor desconocido con quien hablaba cuando era niño a través de un celular. Tenerlos cerca era, sin lugar a duda, la única opción.

Su esposa hizo todos los preparativos, pero el coyote que se había llevado a Ezequiel por el “camino seguro” había dejado de contestar. Nadie había escuchado de él una vez más; o bien se había jubilado para dedicarse a criar cerdos en su pueblo natal, o estaba descuartizado en el cuartel de algún narcotraficante.

Juntó la cifra necesaria; era de lo único que hablaban cuando se interconectaban por una línea telefónica. Apenas y tenía tiempo para recordar su nombre, y su único anhelo era verlos una vez más. Consiguió lo necesario a costa de comer una sola vez al día durante dos meses y de dormir el doble de ese tiempo dentro de un automóvil. Todas las fechas coincidían y, si el Dios en el que creía era bueno, cenaría con su esposa una semana antes de Navidad.

El día del silencio llegó, así tenía que ser; la incomunicación con un emigrante es común en este proceso. Luego de que su esposa le relatara que estaba a bordo de un autobús muy similar al de su despedida, hacía dos años, él apenas pudo dormir sabiendo que cada minuto que pasaba su familia estaba más cerca. El insomnio se extendió hasta Nochebuena, cuando a medianoche observó el cielo en soledad. El silencio era abrupto, ya no le extrañaba; el uso de proyectiles que desfiguraban rostros y hacían explotar manos solo era frecuente en países latinoamericanos. Sintió nostalgia y cerró los ojos esperando ya no despertar.

Al día siguiente seguía vivo, para su desdicha. Le sonrió a su reflejo en el retrovisor. Había agotado todas las posibilidades. En primer lugar, pensó que su esposa había sido secuestrada por narcotraficantes mientras estaba en México y que en ese momento exacto, un grupo de inescrupulosos hacían fila para violarla, pero ninguna llamada le llegó a él o a algún familiar. Consideró que su esposa ya estaba en Estados Unidos y que, por alguna razón, no podía encontrarlo; algo incongruente, pues ella tenía una agenda con todos los números de teléfono de las personas que podían auxiliar en el peor de los casos, y nadie había recibido ni una señal de vida. Estaría en la cárcel fronteriza entonces; con el niño, podía solicitar asilo. Lo consideró y buscó información, pero no encontró más que una puerta cerrada.

Mientras pensaba en más posibilidades, recibió un mensaje de su suegra deseándole feliz Navidad. Lo importante no era el saludo, sino cómo terminaba el texto: “Mi hijo consiguió el número del coyote. No sé cómo está la cosa bien, pero lo que él me dijo es que ese número es el de un albañil”.

No podía saber si la habían engañado para secuestrarla y quitarle su dinero, o si el iluso era él y su esposa solo había conseguido el dinero para irse a cualquier otro país o bien para comprar una casa modesta lejos de la ciudad, en Guatemala. Prefirió pensar en lo último pues, aunque fuera más doloroso, con esa posibilidad al menos ellos seguirían vivos.

Concluyó, luego de analizar en silencio, que no los volvería a ver. Suspiró al caer en cuenta de que, en cualquier cosa que quieras emprender, en la índole que quisieras imaginar, no existe un camino seguro.

El fracaso de la lógica

por Samuel Calva

La realidad aterra más que lo que imaginamos

A veces reluce en mí el pensamiento lógico qué me impide tomar a la ligera cualquier suceso qué parezca inexplicable. Por eso, ante cualquier situación donde se experimenta algo a lo qué sólo se le pueda atribuir razones fantásticas o fantasmagóricas, no puedo sino respaldarme en el pensamiento crítico qué me ha permitido refutar las historias que muchos me han contado y otras tantas qué yo he vivido.

Así fue como pude determinar a los catorce años, en mi primer encuentro con lo supuestamente sobrenatural qué lo que estaba viviendo no era sino obra de una casualidad.

Me encontraba en la casa de quien algún día se convertiría en el amor frustrado de mi adolescencia. Había pasado toda la tarde a su lado compartiendo el espacio de su sala con el televisor a todo volumen. Llevábamos para ese tiempo, ya casi una década siendo amigos. Así que dormir ahí era algo que hacía con frecuencia. Además, yo era lo que su padre tachaba de inofensivo.

Estábamos solos en la casa, siendo presa del encierro rutinario al qué sus padres nos condenaban para que no pudiéramos disfrutar de la vagancia nocturna qué otros de nuestra edad sí gozaban. Cenamos lo que ella cocinó, no recuerdo con claridad lo que puso en mi plato aquella noche, pues yacía perdido en las facciones de su rostro y la dulzura de sus palabras. Se quedó dormida en el sofá luego de un festival de películas de terror qué teníamos prohibido ver, me abrazó quizás una docena de veces y fue en esa misma posición qué dormitó, hasta que se quedó inmóvil luego de que el cansancio la invadiera. Me fue inevitable imitarla y al cabo de pocos minutos, terminé igual que ella.

Me desperté quizás pasada la medianoche, en las penumbras de una habitación qué a primera mano no pude reconocer. Permanecía en el mismo sitio y tardé varios minutos en comprender que no estaba en otra realidad, sino que más bien la luz se había ido y el lugar se había transformado en una caverna sinuosa de miedos inexplorados.

Cuando acumulé el valor suficiente, fui a arroparle con mi chaqueta, estaba cerca del televisor. Me levanté y llegué al corredor, en ese tiempo no existían los celulares, tuve que caminar a tientas. No buscaba solucionar el problema eléctrico, sino satisfacer la necesidad inconmensurable qué dos litros de refresco y muchas golosinas le habían causado a mi cuerpo. Tropecé con un balde de agua helada y casi me resbalo en el líquido desparramado. Por lo menos me sirvió para darme cuenta de que me encontraba cerca del baño y luego de pasos inseguros abrí la puerta para ingresar, la cerré azotándola, como si con eso fuera a hacer que se iluminara toda la casa para poder defecar tranquilo.

Era yo de las personas que reflexionaba sobre cada aspecto de su vida mientras permanecía inerte, con los ojos llorosos sobre una taza de cerámica; esa fue quizás una de las pocas excepciones. Y es que, si bien afuera del cuarto de baño delgados destellos de luz nocturna se colaban por las tejas, dentro del pequeño espacio donde me encontraba no había más que tinieblas profundas que me hacían temblar. Solo me acompañaba la desesperación y el goteo interminable de un grifo que no cerraba por completo.

Por un momento creí ser transportado a una realidad donde ya nada existía y me encontré solo, con el deseo de regresar con la única persona que a mi percepción seguía existiendo en dicho universo. Me levanté apresurado, ni siquiera me abroché el cinturón, sentí los pies descalzos empapados. Al tratar de dar un paso percibí entre los dedos la viscosidad que a mi mente se le figuró, debería pertenecer a sangre y no a simple agua. Temí tocarlos, el instinto de escapar fue inminente, tomé el cerrojo, lo giré y la puerta se abrió, pero se detuvo luego de desplazarse tan solo un poco, ni siquiera era suficiente para poder sacar toda la mano.

Para ese punto dejé de pensar, y me aplastó la desesperación. Como pude arremetí con golpes la puerta de madera. Usé cada una de las partes del cuerpo, la primera que se vio afectada fue la rodilla donde se enterró un clavo sobre salido. No fui capaz de gritar, aun con el dolor punzante centralizado en el orificio de donde escurrían (ahora sin lugar a duda), caudales incesantes de sangre. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados, mi garganta estaba seca, como si hubiera pasado un mes completo sin probar agua. Toda la piel se me erizó y por cada centímetro desde la cabeza hasta el principio de la espalda, sentí como se vertía el agua fría que debió provenir de manantiales del inframundo.

Cuando mi amiga llegó guiada por el escándalo que se provocaba en el baño, ya me había dislocado el hombro y temblaba recostado en una puerta donde pensé que permanecería el resto de mi existencia.

Atribuyo esa anécdota como la razón de su desinterés en nuestro futuro romance, pues fue a partir de ahí que en lugar de ser alguien admirable para ella, me convertí en razón de burla, en las conversaciones de nuestros amigos.

—Lo hubieras visto —dijo ella al hablar con su padre al día siguiente—. Se volvió loco solo porque no podía abrir la puerta, hasta quebró el tubo de la regadera. La puerta no se abría porque debajo de ella se cayó aquel pedacito de metal que mi mama pone para que no se cierre la puerta de la cocina. De plano se cayó cuando cerró la puerta, y se quedó trabada con la baldosa que está quebrada.

—Jamás los volveré a dejar solos —contestó su padre, con una expresión de fingida seriedad, ya que, por dentro, de seguro se partía a risas.

Fue a partir de ese momento que mi mente se sumió en el razonamiento lógico y por tal motivo, al enfrentarme a cualquier situación similar pensé con mucha claridad antes de entrar en pánico. Cuando se extravió el gato de mi hermana pequeña, ella lo siguió por los callejones de la colonia, regresó al término de pocos minutos. Estaba pálida y llorando. Me contó que lo había encontrado sentado sobre unas escaleras y que una mujer lo había tomado para luego adentrarse a una casa abandonada sin abrir la puerta.

—Yo la vi, se levantó como flotando y atravesó la puerta por completo. La hubieras visto. Pobre gatito, ya lo perdí para siempre.

—Vamos a ver —le dije. Y me siguió luego de mucha resistencia.

Cabe mencionar que era de noche y que los callejones de la colonia siempre estuvieron muy poco iluminados. Cuando llegamos, a simple vista deduje la respuesta. Y es que, si mirabas con atención, esa casa era claramente ocupada por vagabundos y lo que resguardaba la entrada principal, no era una puerta sino una cortina que, si bien en algún momento de la historia había sido blanca, el tiempo y la suciedad la habían tornado del mismo color grisáceo muy similar al resto de las puertas del vecindario.

Así continué el resto de mi vida, contradiciendo todas aquellas historias que con frecuencia me relataban mis conocidos. Cuando tenía la oportunidad recreaba el hecho frente a todos y me gané más de alguna vez, aplausos plagados de asombro.

Como quisiera poder pensar de la misma forma en la situación actual, sería así, dueño de mi razón y perpetuaría con palabras la verdad que no quiero aceptar.

He envejecido y la vida trajo consigo a una mujer hermosa con la que me casé y en quien fundé todas las esperanzas de felicidad absoluta. Me acompañó más tiempo la ilusión que su presencia física ya que, luego de dos años de relación, me abandonó por seguir a un tipo de mayor rango social y mayor dotación material que la que yo poseía. Me dejó solo, plagado de deudas contraídas por consentir su vida despreocupada, con más inseguridades que cuando estuve soltero y con ansias de terminar mi vida, cada vez que se me presentaran sus recuerdos.

Planté toda esperanza en el ser que dio fruto mi frustrado matrimonio, le puse por nombre a esa niña el mismo que la mujer que me abandonó luego de que destrocé su cuarto de baño.

Su sonrisa iluminaba cada uno de los rincones de mi viejo cuarto. Llevaba yo casi dos semanas sin almorzar, empecinado en comprarle un peluche dorado en forma de gato. Lo compré y la felicidad inundó su rostro, se encariñó con él desde el principio y lo alimentaba con las migajas que yo ponía en su plato antes de llevarlas a su boca. En su mente eran una cena digna, y para mí era solo un trozo de queso condimentado con sal y acompañado por tortilla fría.

Solía sentarse a mi lado al terminar el día y con una sonrisa me imploraba que le contara historias divertidas que la hicieran imaginar una realidad alentadora. La pobre pasaba casi todo el día sola, pues la vecina se negó a cuidarla luego que yo también me negara a pagarle. Nunca tuve una imaginación impresionante, por lo que los cuentos que le relataba eran más bien las impresiones de mi día a día como pintor de viviendas. Ella me observaba hablar casi inmóvil, acurrucada en mi brazo izquierdo mientras a lo lejos, en ocasiones, se escuchaban ambulancias o ruidos de disparos, pues vivíamos en un barrio correspondiente a nuestra pobreza.

Con recurrencia se quedaba dormida en esa posición. A veces solo fingía pues sabía bien que estar a mi lado la calentaba más que las sábanas sucias y rasgadas que cubrían su cama. Era en esos momentos donde más odiaba mi vida, donde más veces pensé en abandonarla para migrar caminando a otro país, para por lo menos con eso hacerla feliz, y que cuando doblara su edad y cumpliera catorce, pudiera tener una vida rodeada de las comodidades que yo siempre quise. Me quedé dormido pensando en las noches cuando dormía abrigado junto a la mujer que juré proteger por el resto de mi vida.

Cuando algo te estalla junto al oído, con regularidad comienza a timbrar, de forma inmediata el cuerpo se alerta y todos los sentidos se sensibilizan; sin embargo, en esa ocasión mi cuerpo reaccionó de manera diferente. Había llegado el ocaso y luego de la explosión permanecí estático por más tiempo del que cualquier ser humano lo ha hecho ante una escena como esa. 

Es difícil explicar como la carne se deforma cuando desaparecen las fibras imperceptibles que la mantienen unida, si algo puedo afirmar con certeza es que el líquido que se me esparcía por la cara, que me cubría el brazo y escurría por el codo, era sangre. Hubiera querido despertar en un cuarto a oscuras como aquella vez a mis catorce años. No hubiera sido testigo de cómo la cabeza de mi hija se encontraba desecha e irreconocible, sin ningún rastro alguno del rostro de una niña. Yo sabía que era ella, porque se acababa de dormir hacia minutos y los brazos pequeños aun sostenían aquel gato gordo que, sin saberlo, viviría más que su dueña.

Mi brazo se entumeció por las largas horas en las que los restos de su cuerpo descansaron sobre él. Cuando la sangre estuvo fría, mi vida debió terminar también; pero no hubo respuesta divina que complaciera esos deseos tan profundos. En consecuencia, a esto, abandoné la razón y la lógica que regía mi vida; pues pensé firme, con total convicción, que lo sucedido era debido a una maldición, mal de ojo, a un qué sé yo, brujería de alguien que me odiaba, quien se regocijaba al hacer mis días miserables. Su más grande obra: matar a mi hija, para hacer que el sufrimiento se perpetuara el resto de mi vida, esa era la razón indudable, nada tenía que ver el dinero que no tenía, cuya ausencia nos obligaba a vivir en un barrio pobre, donde sobraban las balas perdidas atravesando los precarios techos de lámina. Por tal razón, yo… no tengo toda la culpa.