Hay recuerdos que de forma inexplicable permanecen dormidos en nuestras mentes. No todos los días pensamos en el rostro de la persona desconocida de quien nos enamoramos al encontrarla por casualidad al descender de un autobús. Es que dichos recuerdos no son imprescindibles para que la cotidianidad se desarrolle sin verse afectada; sin embargo, muchos de ellos son causa de reflexión tardía.
Así sucedió esa vez, cuando Ezequiel se vio transportado de nuevo a aquella esquina, un momento intrascendente, nada memorable, cuando afuera de un bar fumaba y se tronaba los dedos esperando que la noche avanzara para que sus amigos llegaran a alegrar su velada.
Acababa de comprar el racionamiento frecuente de cigarrillos para no tener ningún minuto libre de humo. Con los brazos cruzados, observaba los autos pasar a gran velocidad frente a él. Minutos antes le había negado su ayuda al tercer vagabundo de la noche, sentía un desprecio desestimado por aquellas personas raquíticas quienes, casi de rodillas, rogaban por una limosna que, según sus declaraciones, serviría para poner un plato de comida en su mesa. Sabía él que lo único que buscaban era juntar lo suficiente para alcoholizarse en una esquina, pues el olor que desprendían dejaba poco a la duda.
La cuarta solicitud llegó al concluir el tercer cigarrillo. Tenía ésta un objetivo diferente, pues aquellos tres adolescentes llegaron suplicando tabaco y no monedas. Se regía Ezequiel por el acuerdo no escrito de proporcionarle cigarros a cualquier persona que se lo solicitara, así que se los entregó sin titubear; de igual modo, tenía suficientes para fumar el resto de la semana sin visitar un autoservicio.
Los chicos los recibieron con entusiasmo; fue esa, quizás, la primera ayuda que habían recibido en el transcurso del día, o eso fue lo que declararon. Los tres, envueltos en rostros de cansancio, con sudor esparcido por todo su pecho, sonrieron tras la primera calada. El que aparentaba mayor edad comenzó a hablar sin que se lo pidieran. Usaba palabras extranjeras con un acento que Ezequiel no pudo identificar hasta que él aclaró su procedencia.
—Venimos caminando desde Nicaragua. Bueno, la mayor parte nos movimos pidiendo aventón, pero vos me entendés.
—Les falta mucho que recorrer —dijo Ezequiel frotándose las manos—; dicen que México es lo más difícil.
—No, amigo, ya llegamos a nuestro destino. Aquí hay trabajo. Miguel ya consiguió en un carwash —señaló al más joven—; mañana esperamos encontrar algo nosotros dos.
Los vio extrañado, dudando de lo que acababa de escuchar.
—Pensás mal, amigo, la vida aquí es jodida.
—Pues yo miro todo lo contrario. Mi tío vino el año pasado y no le fue nada mal. Lo mataron en un asalto, eso sí, pero antes de eso nada que renegar de este país. Él tuvo la culpa, aquí y en China no se le debe hacer frente a alguien con una pistola.
Él trató de explicarles todas las desventajas de ser indocumentado en el país, y le respondieron con una sarta de esperanzas de un futuro que ni él mismo se había planeado para su porvenir.
Continuaron conversando hasta que un rostro conocido se paró frente a Ezequiel. La noche para él había comenzado y para los adolescentes había llegado a su fin. Pidieron indicaciones para llegar a la casa del emigrante, y se vieron decepcionados al enterarse de que llevaban dos horas caminando en la dirección contraria.
Esa fue la única vez que platicó con un emigrante en persona, y eso que el país es el corredor de muchos desamparados que sueñan con un futuro alentador en Estados Unidos. Ezequiel recordaría aquel día, un lunes por la tarde, cuando se dio cuenta de que el banco estaba confiando en una persona incorrecta.
Le llegó un mensaje promocionando un préstamo bancario preautorizado que le permitiría un viaje seguro a ese país donde alguna vez se forjó el término “el sueño americano”. Todas las personas que conocía que habían emprendido la travesía habían conseguido, al término de unos cuantos años, lo que pocos consiguen en Guatemala en varias décadas: casa de cinco niveles, autos de lujo, negocios fructíferos y relaciones rotas e irreparables.
Tenía en mente el monto exacto que le había costado el viaje a su cuñado el año anterior. Le bastaba y sobraba con la propuesta bancaria. La inflación afectaba también a los coyotes, pero se sintió tranquilo al tener los ahorros suficientes para suplir una pequeña variación. Siempre había considerado la posibilidad de abandonar a su familia por media década para darles la vida que siempre quiso darle y cuya posibilidad jamás estaría entre sus manos sin alejarse de ellos.
Acababa de cumplir treinta años, y decidió con fervor tener la edad de aquellos adolescentes carentes de miedo para aventurarse en un país desconocido. La emoción se mezcló con miedo y llamó a todos sus conocidos en aquel país para saber si sería recibido para dormir en el suelo, a cuestas de prometer un pago cuando el dinero de los gringos le favoreciera. Consiguió una promesa de trabajo para embalar fruta en la madrugada y un catre maloliente, cobrando los favores que había realizado en la juventud. Al término de esa tarde obtuvo el contacto del coyote que había llevado a todos sus amigos.
Estableció un plan de acción y, luego de pelear por una semana con su esposa, obtuvo la aprobación para partir con la limitante de llevársela a ella y a su hijo dos años después, cuando tuvieran el financiamiento suficiente. Platicó la posibilidad con sus amigos y le aclararon que esa era la peor idea que algún emigrante podía tener. Lo intimidaron con multitud de dramas que cada uno había experimentado en carne propia y ajena: “una relación no funciona en este lugar, llevo diez aquí y todos los compas que se han traído a su mujer, o bien los engañan a los pocos meses, o ellos mismos las abandonan por haber encontrado a alguien mejor”.
Barajó la posibilidad de migrar a España, pues ahí sí podía hacer el viaje de forma legal, pero lo retuvo la certeza de todas las experiencias que encontró en internet. La mayoría relataba la dureza de los primeros años, donde ni siquiera podían conseguir un techo para dormir aun teniendo el dinero suficiente para pagarlo. Se vio a él y a su familia durmiendo en un parque y definió sin darle más vueltas que Estados Unidos era la mejor opción. La fecha de partida fue concretada en enero del próximo año, cuando las fiestas decembrinas hubieran concluido; esa era en su mente, una digna despedida.
No la pudo realizar. Se despertaría el diez de diciembre en la madrugada para contestar la llamada del coyote, quien adelantó el viaje sin consultarlo. Tuvo que aceptar con pesar; era eso o esperar tres meses más. Ya tenía el dinero en su cuenta y pagar una sola cuota del préstamo le impediría tomar el viaje.
No tuvo tiempo de despedirse de todas las personas que tenía en mente; apenas y pudo realizar una cena familiar donde no estuvo presente todo su núcleo cercano. Abrazó a su esposa en San Marcos, frente a un autobús, donde sus lágrimas se mezclaron mientras le sonreía a un niño que ni siquiera sabía hablar. El viaje duró quince días; en ninguno de ellos padeció alguna pena que no tuviera índole sentimental, pues no le faltó la comida, ni el agua, y como premio de consolación pasó la frontera en una avioneta. Se sintió sorprendido de que algo que atemoriza a tantas personas para él había sido casi como un paseo turístico. Había pagado el precio: veinte mil dólares en efectivo, y una distancia de casi diez mil kilómetros entre su sonrisa fingida y las lágrimas de alegría que derramó su esposa frente a la pantalla de un celular.
Se reprochó sus decisiones la primera mañana que vio en aquel país. El dinero que acababa de gastar le hubiera servido para crear una empresa en Guatemala; el riesgo era similar, y aun así, él decidió hacerlo donde podía ganar en dólares. Se tragó el dolor y la nostalgia, luego de abrazar a los amigos con los que había pasado la adolescencia y llevaban una década lejos de su país natal.
Ezequiel, el tipo de oficina que nunca había trabajado lejos de un computador, se mordió los labios cuando se encontró levantando la centésima caja del día para ganar cuatrocientos dólares a la semana. Acoplarse a las necesidades de su nueva labor fue una tarea que le llevó varias semanas y, cuando por fin lo logró, una caja de los vegetales que no había comido desde que emigró, le cayó en el pie y se lo partió en dos.
Si ya de por sí afrontar una fractura de cualquier tipo representa aplacar una letárgica recuperación, hacerlo en la rotunda soledad que provoca no tener a ningún conocido verdadero en por lo menos diez mil kilómetros a la redonda hace que llorar deje de ser un alivio. Ninguno de sus supuestos amigos se atrevió a ofrecerle algo más que palabras de aliento; los pocos ahorros que tenía en Guatemala regresaron a Estados Unidos en una acción que parecía incongruente para cualquier emigrante. No bastaron para compensar los gastos de la atención médica, por lo que su esposa se endeudó en un banco diferente al que en primer lugar le había otorgado el préstamo a Ezequiel.
Cuando ambos experimentaron la primera Navidad en soledad, eran más pobres de lo que nunca habían sido. La satisfacción llegó luego de seis meses, cuando Ezequiel, recuperado, volvió al trabajo. Se empecinó en cambiar su estado de liquidez y, cuando le fue posible, consiguió varias fuentes de ingreso. Los domingos se le veía en la playa, ofreciendo fruta en una carretilla, diciendo la misma comparsa que había escuchado desde niño. Pues su madre, de la misma forma, consiguió darle educación cuando se quedó a su cargo.
Su objetivo era tener a su esposa durmiendo a su lado para la próxima Navidad; regresar a Guatemala a corto plazo se había convertido en la peor opción. Se aterraba al pensar que debía pasar diez o doce años alejado de su familia, pues al hacerlo antes, sus acreedores no le permitirían llevar una vida tranquila. Se imaginó a su esposa como una desconocida a la que los años le habrían robado la belleza, y a su propio hijo convertido en un adolescente que solo lo vería como el señor desconocido con quien hablaba cuando era niño a través de un celular. Tenerlos cerca era, sin lugar a duda, la única opción.
Su esposa hizo todos los preparativos, pero el coyote que se había llevado a Ezequiel por el “camino seguro” había dejado de contestar. Nadie había escuchado de él una vez más; o bien se había jubilado para dedicarse a criar cerdos en su pueblo natal, o estaba descuartizado en el cuartel de algún narcotraficante.
Juntó la cifra necesaria; era de lo único que hablaban cuando se interconectaban por una línea telefónica. Apenas y tenía tiempo para recordar su nombre, y su único anhelo era verlos una vez más. Consiguió lo necesario a costa de comer una sola vez al día durante dos meses y de dormir el doble de ese tiempo dentro de un automóvil. Todas las fechas coincidían y, si el Dios en el que creía era bueno, cenaría con su esposa una semana antes de Navidad.
El día del silencio llegó, así tenía que ser; la incomunicación con un emigrante es común en este proceso. Luego de que su esposa le relatara que estaba a bordo de un autobús muy similar al de su despedida, hacía dos años, él apenas pudo dormir sabiendo que cada minuto que pasaba su familia estaba más cerca. El insomnio se extendió hasta Nochebuena, cuando a medianoche observó el cielo en soledad. El silencio era abrupto, ya no le extrañaba; el uso de proyectiles que desfiguraban rostros y hacían explotar manos solo era frecuente en países latinoamericanos. Sintió nostalgia y cerró los ojos esperando ya no despertar.
Al día siguiente seguía vivo, para su desdicha. Le sonrió a su reflejo en el retrovisor. Había agotado todas las posibilidades. En primer lugar, pensó que su esposa había sido secuestrada por narcotraficantes mientras estaba en México y que en ese momento exacto, un grupo de inescrupulosos hacían fila para violarla, pero ninguna llamada le llegó a él o a algún familiar. Consideró que su esposa ya estaba en Estados Unidos y que, por alguna razón, no podía encontrarlo; algo incongruente, pues ella tenía una agenda con todos los números de teléfono de las personas que podían auxiliar en el peor de los casos, y nadie había recibido ni una señal de vida. Estaría en la cárcel fronteriza entonces; con el niño, podía solicitar asilo. Lo consideró y buscó información, pero no encontró más que una puerta cerrada.
Mientras pensaba en más posibilidades, recibió un mensaje de su suegra deseándole feliz Navidad. Lo importante no era el saludo, sino cómo terminaba el texto: “Mi hijo consiguió el número del coyote. No sé cómo está la cosa bien, pero lo que él me dijo es que ese número es el de un albañil”.
No podía saber si la habían engañado para secuestrarla y quitarle su dinero, o si el iluso era él y su esposa solo había conseguido el dinero para irse a cualquier otro país o bien para comprar una casa modesta lejos de la ciudad, en Guatemala. Prefirió pensar en lo último pues, aunque fuera más doloroso, con esa posibilidad al menos ellos seguirían vivos.
Concluyó, luego de analizar en silencio, que no los volvería a ver. Suspiró al caer en cuenta de que, en cualquier cosa que quieras emprender, en la índole que quisieras imaginar, no existe un camino seguro.
A veces reluce en mí el pensamiento lógico qué me impide tomar a la ligera cualquier suceso qué parezca inexplicable. Por eso, ante cualquier situación donde se experimenta algo a lo qué sólo se le pueda atribuir razones fantásticas o fantasmagóricas, no puedo sino respaldarme en el pensamiento crítico qué me ha permitido refutar las historias que muchos me han contado y otras tantas qué yo he vivido.
Así fue como pude determinar a los catorce años, en mi primer encuentro con lo supuestamente sobrenatural qué lo que estaba viviendo no era sino obra de una casualidad.
Me encontraba en la casa de quien algún día se convertiría en el amor frustrado de mi adolescencia. Había pasado toda la tarde a su lado compartiendo el espacio de su sala con el televisor a todo volumen. Llevábamos para ese tiempo, ya casi una década siendo amigos. Así que dormir ahí era algo que hacía con frecuencia. Además, yo era lo que su padre tachaba de inofensivo.
Estábamos solos en la casa, siendo presa del encierro rutinario al qué sus padres nos condenaban para que no pudiéramos disfrutar de la vagancia nocturna qué otros de nuestra edad sí gozaban. Cenamos lo que ella cocinó, no recuerdo con claridad lo que puso en mi plato aquella noche, pues yacía perdido en las facciones de su rostro y la dulzura de sus palabras. Se quedó dormida en el sofá luego de un festival de películas de terror qué teníamos prohibido ver, me abrazó quizás una docena de veces y fue en esa misma posición qué dormitó, hasta que se quedó inmóvil luego de que el cansancio la invadiera. Me fue inevitable imitarla y al cabo de pocos minutos, terminé igual que ella.
Me desperté quizás pasada la medianoche, en las penumbras de una habitación qué a primera mano no pude reconocer. Permanecía en el mismo sitio y tardé varios minutos en comprender que no estaba en otra realidad, sino que más bien la luz se había ido y el lugar se había transformado en una caverna sinuosa de miedos inexplorados.
Cuando acumulé el valor suficiente, fui a arroparle con mi chaqueta, estaba cerca del televisor. Me levanté y llegué al corredor, en ese tiempo no existían los celulares, tuve que caminar a tientas. No buscaba solucionar el problema eléctrico, sino satisfacer la necesidad inconmensurable qué dos litros de refresco y muchas golosinas le habían causado a mi cuerpo. Tropecé con un balde de agua helada y casi me resbalo en el líquido desparramado. Por lo menos me sirvió para darme cuenta de que me encontraba cerca del baño y luego de pasos inseguros abrí la puerta para ingresar, la cerré azotándola, como si con eso fuera a hacer que se iluminara toda la casa para poder defecar tranquilo.
Era yo de las personas que reflexionaba sobre cada aspecto de su vida mientras permanecía inerte, con los ojos llorosos sobre una taza de cerámica; esa fue quizás una de las pocas excepciones. Y es que, si bien afuera del cuarto de baño delgados destellos de luz nocturna se colaban por las tejas, dentro del pequeño espacio donde me encontraba no había más que tinieblas profundas que me hacían temblar. Solo me acompañaba la desesperación y el goteo interminable de un grifo que no cerraba por completo.
Por un momento creí ser transportado a una realidad donde ya nada existía y me encontré solo, con el deseo de regresar con la única persona que a mi percepción seguía existiendo en dicho universo. Me levanté apresurado, ni siquiera me abroché el cinturón, sentí los pies descalzos empapados. Al tratar de dar un paso percibí entre los dedos la viscosidad que a mi mente se le figuró, debería pertenecer a sangre y no a simple agua. Temí tocarlos, el instinto de escapar fue inminente, tomé el cerrojo, lo giré y la puerta se abrió, pero se detuvo luego de desplazarse tan solo un poco, ni siquiera era suficiente para poder sacar toda la mano.
Para ese punto dejé de pensar, y me aplastó la desesperación. Como pude arremetí con golpes la puerta de madera. Usé cada una de las partes del cuerpo, la primera que se vio afectada fue la rodilla donde se enterró un clavo sobre salido. No fui capaz de gritar, aun con el dolor punzante centralizado en el orificio de donde escurrían (ahora sin lugar a duda), caudales incesantes de sangre. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados, mi garganta estaba seca, como si hubiera pasado un mes completo sin probar agua. Toda la piel se me erizó y por cada centímetro desde la cabeza hasta el principio de la espalda, sentí como se vertía el agua fría que debió provenir de manantiales del inframundo.
Cuando mi amiga llegó guiada por el escándalo que se provocaba en el baño, ya me había dislocado el hombro y temblaba recostado en una puerta donde pensé que permanecería el resto de mi existencia.
Atribuyo esa anécdota como la razón de su desinterés en nuestro futuro romance, pues fue a partir de ahí que en lugar de ser alguien admirable para ella, me convertí en razón de burla, en las conversaciones de nuestros amigos.
—Lo hubieras visto —dijo ella al hablar con su padre al día siguiente—. Se volvió loco solo porque no podía abrir la puerta, hasta quebró el tubo de la regadera. La puerta no se abría porque debajo de ella se cayó aquel pedacito de metal que mi mama pone para que no se cierre la puerta de la cocina. De plano se cayó cuando cerró la puerta, y se quedó trabada con la baldosa que está quebrada.
—Jamás los volveré a dejar solos —contestó su padre, con una expresión de fingida seriedad, ya que, por dentro, de seguro se partía a risas.
Fue a partir de ese momento que mi mente se sumió en el razonamiento lógico y por tal motivo, al enfrentarme a cualquier situación similar pensé con mucha claridad antes de entrar en pánico. Cuando se extravió el gato de mi hermana pequeña, ella lo siguió por los callejones de la colonia, regresó al término de pocos minutos. Estaba pálida y llorando. Me contó que lo había encontrado sentado sobre unas escaleras y que una mujer lo había tomado para luego adentrarse a una casa abandonada sin abrir la puerta.
—Yo la vi, se levantó como flotando y atravesó la puerta por completo. La hubieras visto. Pobre gatito, ya lo perdí para siempre.
—Vamos a ver —le dije. Y me siguió luego de mucha resistencia.
Cabe mencionar que era de noche y que los callejones de la colonia siempre estuvieron muy poco iluminados. Cuando llegamos, a simple vista deduje la respuesta. Y es que, si mirabas con atención, esa casa era claramente ocupada por vagabundos y lo que resguardaba la entrada principal, no era una puerta sino una cortina que, si bien en algún momento de la historia había sido blanca, el tiempo y la suciedad la habían tornado del mismo color grisáceo muy similar al resto de las puertas del vecindario.
Así continué el resto de mi vida, contradiciendo todas aquellas historias que con frecuencia me relataban mis conocidos. Cuando tenía la oportunidad recreaba el hecho frente a todos y me gané más de alguna vez, aplausos plagados de asombro.
Como quisiera poder pensar de la misma forma en la situación actual, sería así, dueño de mi razón y perpetuaría con palabras la verdad que no quiero aceptar.
He envejecido y la vida trajo consigo a una mujer hermosa con la que me casé y en quien fundé todas las esperanzas de felicidad absoluta. Me acompañó más tiempo la ilusión que su presencia física ya que, luego de dos años de relación, me abandonó por seguir a un tipo de mayor rango social y mayor dotación material que la que yo poseía. Me dejó solo, plagado de deudas contraídas por consentir su vida despreocupada, con más inseguridades que cuando estuve soltero y con ansias de terminar mi vida, cada vez que se me presentaran sus recuerdos.
Planté toda esperanza en el ser que dio fruto mi frustrado matrimonio, le puse por nombre a esa niña el mismo que la mujer que me abandonó luego de que destrocé su cuarto de baño.
Su sonrisa iluminaba cada uno de los rincones de mi viejo cuarto. Llevaba yo casi dos semanas sin almorzar, empecinado en comprarle un peluche dorado en forma de gato. Lo compré y la felicidad inundó su rostro, se encariñó con él desde el principio y lo alimentaba con las migajas que yo ponía en su plato antes de llevarlas a su boca. En su mente eran una cena digna, y para mí era solo un trozo de queso condimentado con sal y acompañado por tortilla fría.
Solía sentarse a mi lado al terminar el día y con una sonrisa me imploraba que le contara historias divertidas que la hicieran imaginar una realidad alentadora. La pobre pasaba casi todo el día sola, pues la vecina se negó a cuidarla luego que yo también me negara a pagarle. Nunca tuve una imaginación impresionante, por lo que los cuentos que le relataba eran más bien las impresiones de mi día a día como pintor de viviendas. Ella me observaba hablar casi inmóvil, acurrucada en mi brazo izquierdo mientras a lo lejos, en ocasiones, se escuchaban ambulancias o ruidos de disparos, pues vivíamos en un barrio correspondiente a nuestra pobreza.
Con recurrencia se quedaba dormida en esa posición. A veces solo fingía pues sabía bien que estar a mi lado la calentaba más que las sábanas sucias y rasgadas que cubrían su cama. Era en esos momentos donde más odiaba mi vida, donde más veces pensé en abandonarla para migrar caminando a otro país, para por lo menos con eso hacerla feliz, y que cuando doblara su edad y cumpliera catorce, pudiera tener una vida rodeada de las comodidades que yo siempre quise. Me quedé dormido pensando en las noches cuando dormía abrigado junto a la mujer que juré proteger por el resto de mi vida.
Cuando algo te estalla junto al oído, con regularidad comienza a timbrar, de forma inmediata el cuerpo se alerta y todos los sentidos se sensibilizan; sin embargo, en esa ocasión mi cuerpo reaccionó de manera diferente. Había llegado el ocaso y luego de la explosión permanecí estático por más tiempo del que cualquier ser humano lo ha hecho ante una escena como esa.
Es difícil explicar como la carne se deforma cuando desaparecen las fibras imperceptibles que la mantienen unida, si algo puedo afirmar con certeza es que el líquido que se me esparcía por la cara, que me cubría el brazo y escurría por el codo, era sangre. Hubiera querido despertar en un cuarto a oscuras como aquella vez a mis catorce años. No hubiera sido testigo de cómo la cabeza de mi hija se encontraba desecha e irreconocible, sin ningún rastro alguno del rostro de una niña. Yo sabía que era ella, porque se acababa de dormir hacia minutos y los brazos pequeños aun sostenían aquel gato gordo que, sin saberlo, viviría más que su dueña.
Mi brazo se entumeció por las largas horas en las que los restos de su cuerpo descansaron sobre él. Cuando la sangre estuvo fría, mi vida debió terminar también; pero no hubo respuesta divina que complaciera esos deseos tan profundos. En consecuencia, a esto, abandoné la razón y la lógica que regía mi vida; pues pensé firme, con total convicción, que lo sucedido era debido a una maldición, mal de ojo, a un qué sé yo, brujería de alguien que me odiaba, quien se regocijaba al hacer mis días miserables. Su más grande obra: matar a mi hija, para hacer que el sufrimiento se perpetuara el resto de mi vida, esa era la razón indudable, nada tenía que ver el dinero que no tenía, cuya ausencia nos obligaba a vivir en un barrio pobre, donde sobraban las balas perdidas atravesando los precarios techos de lámina. Por tal razón, yo… no tengo toda la culpa.
“En pos de ti” narra la vida de Julia, una joven de dieciocho años
criada en el seno de una familia cristiana, quien desde muy temprano percibe su futuro como un destino inevitablemente sombrío. Ante la falta de oportunidades y motivada por la desigualdad que observa en su país, Julia se ve empujada, junto a sus amigas, a ingresar en el negocio de la prostitución. Su decisión, aunque llena de temor y dudas, se ve influenciada tanto por su pasado como por la constante amenaza de permanecer en la pobreza.
Esta novela combina situaciones reales con elementos de ficción, proponiendo una crítica contundente a la religión predominante en Guatemala. A través de un complejo laberinto emocional, explora las profundidades de la psique humana, utilizando como telón de fondo las complejidades sociales y los dilemas morales. “En pos de ti” ofrece una visión cruda y desprovista de adornos sobre una realidad que, aunque latente, suele permanecer oculta a los ojos de la sociedad.
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Capítulo 1
Frente al bar Manhattan
Estando sentada en la banqueta, vi a Maribel desconsolada. Mis tobillos estaban helados e intenté calentar mis manos en los bolsillos de mi chaqueta. No había mucho que hacer, por lo que pasaba el tiempo tocando, a través del forro de los bolsillos, la blusa de la escuela que aún llevaba debajo. Todavía tenía dibujada en el dorso de mi mano derecha la estrella que había trazado con tinta roja durante la clase de inglés. Debido a mi falta de apetito esa misma tarde, dentro de mi cartera se empezaba a descomponer la magdalena que mi mamá había preparado para calmar mi hambre entre clases.
Me puse en pie y empecé a contar el dinero que un hombre adulto puso frente a mí; le entregué los cigarros y él continuó caminando hacia la entrada del bar. El guardia que la custodiaba tocó mi hombro.
—Niña, regálame fuego —dijo Gustavo, con su voz grave.
Le obedecí y me apresuré a tomar el mechero de mi cartera—. Hoy es un buen día para vender, escuché que a un tipo le dieron un puesto de gerencia y está invitando tragos a toda su oficina.
—Ya es tarde, veremos qué pasa —respondí antes de dar un resoplo, demostrando mis pocos ánimos.
Estaba cansada de escuchar la música que provenía del interior; ni con eso llegué a sentirme más animada. Algunos tipos estaban bailando a unos cuantos metros, rodeados de varias botellas de cerveza. Quería sonreír como ellos y disfrutar de la noche, en lugar de estar vendiendo los malditos cigarrillos. Ese fue el primer día que no generamos ganancias. Nada podía ser más desmotivador. Intenté guardar el mechero, pero Maribel tomó mi mano e hizo que le prendiera un cigarro.
—No consumas la mercancía. Ya escuchaste a Gustavo, hoy es un buen día para vender. Si terminamos todo hoy, podrás comprar lo que quieras mañana.
—Ser optimista no va con vos, Julia. Solo nos quedan quince minutos; además, lo que quiero no lo podría comprar ni vendiendo cien veces todas las cajetillas.
Ella respiró por medio del filtro y arrojó el humo en mi rostro. Cerré los ojos y arrugué la frente; sentí el aroma mezclado con la dulzura de un chicle sabor cereza. La aparté con un golpe en el pecho. Utilicé la palma de mi mano; no lo hice con fuerza.
—Tranquilas, señoritas, ya está bien. Dejen de estorbar el camino a los clientes —intervino Gustavo, haciéndonos a un lado.
Estábamos ahí por una idea mía, se me ocurrió tras una escapada donde nos acompañaban otras amigas. Me di cuenta de que, después de las nueve de la noche, cuando todas las tiendas estaban cerradas en la zona diez (la más exclusiva de la ciudad), los únicos lugares para conseguir cigarros eran los bares, a un precio sobrevalorado. Fuera de ahí solo eran vendidos en las esquinas por niños desnutridos, quienes de seguro eran explotados por sus padres.
Fue simple: teníamos que incluirnos nosotras, un par de señoritas de dieciséis años que, aunque también vendían a un precio mayor al que encontrabas en una tienda cualquiera, contaban con variedad de marcas y una atención personalizada, que incluía una sonrisa encantadora, un guiño de ojo, y, si tenían suerte, un beso para la despedida.
Gustavo nos protegía de gente problemática. Era alto, de casi dos metros, cara intimidante y brazos del tamaño de una pierna promedio; asustaba sin quererlo. Era nuestro guardián por lástima, tal vez. En nuestra primera semana de trabajo, él me quitó de encima a un ebrio que trataba de besarme. Luego de eso, empezamos a regalarle una cajetilla antes de irnos. Creo que era la persona que más se preocupaba por mí en ese momento de mi vida. Es lamentable que no haya sido guapo; si lo hubiera sido, tal vez me hubiera enamorado de él y mi vida habría sido diferente.
En una noche regular lográbamos conseguir trescientos quetzales, suficiente para comprar aguardiente, una cena decente y más cigarros para vender. Mientras escuchábamos a una chica vomitar al otro extremo de la calle, Maribel se acercó. Ambas éramos de la misma estatura; nos sentíamos orgullosas de nuestros ciento sesenta centímetros de altura, pues eran suficientes para poder ver a la mayoría de nuestras compañeras de salón hacia abajo.
Nuestra piel era del mismo tono: moreno intenso, como si durmiéramos todas las tardes bajo el sol. Nos diferenciaba nuestro cabello: el mío era un tumulto oscuro de fibras enmarañadas con ondulaciones sin forma, y el de ella era una sucesión de hilos castaños, bien colocados, lisos y delgados, que parecían no tener fin.
También éramos identificables por nuestros rostros: el mío siempre portaba una locuaz expresión de felicidad, y el de ella estaba más bien dibujado por los trazos de un artista ansioso de expresar odio y amargura. La gente a veces murmuraba que éramos hermanas, pero a diferencia de lo que cualquiera de mis amigas pensaba, no hubiera querido que eso fuera cierto.
—¿No te da tristeza que solo hemos vendido una cajetilla? Hoy, un viernes, pasado fin de mes. Parece como si los borrachos no quisieran humo para alegrar su noche —comentó ella, cruzándose de brazos.
—No todos son como vos, no dejás pasar una noche sin encender un cigarro. Vas a tener suerte si podés vivir después de los veinticinco.
—Viviré más que vos, date cuenta. De seguro Daniel te matará a golpes antes de cumplir veinte. ¿Cómo es que estás enamorada?
El humo de cigarro me ofendía. El frío hacía temblar mis pies, mientras el comentario de mi mejor amiga me recordaba que a quien quizás amaba podría ser tan violento como para dejar inconsciente a cualquiera solo por no querer ir a comprar más cerveza pasada la medianoche. Maribel me miraba con el ceño fruncido, sus manos estaban escondidas en los bolsillos de su chaqueta y sostenía el cigarro entre sus labios; a veces ya no le daba caladas, solo lo dejaba ahí, esperando a que el viento lo extinguiera. Tomé valor y le dije:
—Con suerte podrás encontrar a alguien como él. Solo es cinco años mayor, tiene una casa para él solo, un auto y suficiente dinero para dormir todo el día sin esforzarse en trabajar.
—Preguntále a su exmujer —me contestó de forma burlona, dando un paso hacia atrás.
—El juez desestimó el caso. Demostraron que se cayó por las escaleras, con muchas drogas en su cuerpo.
—Una caída le rompió tres costillas y le dejó sangrando una mejilla. Si te ilusiona vivir del dinero de extorsiones y robos, ¿qué hacemos aquí? Vendiendo a escondidas de tus padres. Bien podría estar fumando acostada en la cama de tu novio, mientras ustedes cogen en la cocina.
La escuché reírse exageradamente. Tomó una última calada y arrojó la colilla lejos; las cenizas se esparcieron en el suelo. Metió la mano en su cartera, sacó un octavo de aguardiente. Gruñí demostrando mi enojo. Nuestra regla era no beber mientras vendíamos. No es que no lo disfrutara, pero controlarse con la bebida era algo que ninguna de las dos era capaz de hacer.
—¿Qué hacés? —le dije, observando cómo se tomaba todo de un trago.
De nuevo sentí el olor en el ambiente. Me dio la botella vacía y me empujó; el impulso me hizo caer al suelo, golpeándome las manos al caer sobre mis caderas. Estaba a punto de levantarme, tomarla del pelo y quebrarle la botella en medio de los ojos. Imaginé la escena: su cara enrojecida mezclada con sangre, sus gritos maldiciéndome, la pistola de Gustavo en mis manos apuntándola, el sonido del disparo haciendo eco en los oídos de quienes nos rodeaban y mis lágrimas cayendo sobre su cuerpo sin vida. Tomé la botella junto a mí, la apreté con fuerza e intenté levantarme, pero ella gritó:
—¡Hey, chico lindo! —Un tipo alto y delgado de unos veinticinco años, que salía del bar, volteó a vernos—. ¿Tienes fuego? —le preguntó Maribel, mientras caminaba hacia su dirección. Él buscó en sus bolsillos y puso un encendedor de metal frente a Maribel. Ella le ofreció uno, y él, sin pensarlo mucho, se lo puso en la boca mostrando el tatuaje de la letra «M» en su dedo medio—. Invítame a un trago —impuso ella.
La empecé a odiar más en ese momento. El tipo era más alto que Gustavo, de mirada perdida y rostro repleto de cansancio. Entrecerró los ojos, guardó el mechero y se le quedó viendo de pies a cabeza.
—Ya terminé por hoy, y parece que tu amiga necesita ayuda —le contestó señalándome.
—¡Podés irte a la mierda, Maribel! —le grité, aún en el suelo.
Gustavo me tendió la mano y pude levantarme. Contuve mis lágrimas y la vi alejarse dándome la espalda. En mi cartera tenía seis cajetillas aún. Pensé en caminar a la avenida Reforma, sentarme junto a los monumentos y fumar hasta que mi garganta estuviera seca. Él no me lo permitió: dio una palmada en mis hombros y dijo:
—Ve a casa, niña, hoy no me tenés que dar nada.
Habló lentamente y puso su mano extendida en mi espalda. Trató con eso de confortarme, pero no lo consiguió. Nada lo hubiera hecho.
—Conseguíme un trago, por favor, quiero uno —le rogué, haciendo berrinches.
—¿Tomar por esto? Niña, tu amiga te dejó sola, ¿qué pasa con eso? Además, faltan quince para las once, creo que ya vas tarde.
Esa no era la verdadera causa. Que Maribel se fuera no era algo que me hiciera reír, pero no era eso. Me di la vuelta con breves tambaleos, empecé a caminar, tomé mi cartera del suelo y suspiré.
¿Por qué estoy enamorada de Daniel? —me pregunté en silencio. Hay algo que nunca hubiera dejado que alguien supiera: eso era la felicidad que sentí cuando su exesposa cayó por las escaleras. Lo primero que pensé fue que ella moriría, y eso me habría hecho demasiado feliz, ya que, con eso, por fin él se fijaría en mí. Me llevé una gran decepción cuando me enteré de que estaba viva. Pasé pocos días de incertidumbre. Después llegó la demanda, y me imaginé que nunca lo volvería a ver si estaba en la cárcel.
Lloré de alegría cuando se convirtió en mi novio. Hasta hice un dibujo en mi cuaderno donde aparecíamos los dos sentados en una pérgola, donde tantas veces me refugié de la soledad. Puedo afirmar que en los once meses que pasamos juntos experimenté los momentos más felices de mi vida. Tal vez lo veo así porque contrastaba con mi deprimente adolescencia.
Esa era una respuesta válida; sin embargo, continué preguntándome lo mismo: ¿Por qué estoy enamorada de él? Había una historia que me gustaba contar cuando alguien más me lo preguntaba. Siempre sonreía antes de contestar: una vez fuimos a caminar a la avenida de las Américas. El destino era la pérgola que ya mencioné, pues quería hacer realidad la imagen que con tanto esmero dibujé. No hicimos más que conversar por horas. Al finalizar la tarde, cuando caminábamos de regreso, un par de ladrones intentaron asaltarnos; él no se atemorizó al tener una pistola frente a sus ojos, quizá nunca lo vi tan tranquilo. Neutralizó al primero golpeándolo con su rodilla, lo llevó al suelo, y cuando el otro trató de ahorcarlo con su brazo, terminó con una navaja enterrada cerca de su codo. Dudé si huir o quedarme viendo lo que ocurría. Hice lo último; igual no había lugar más seguro que junto a él.
Me crucé de brazos con una sonrisa y observé cómo Daniel golpeaba al que estaba en el suelo; la cabeza de este rebotaba contra el pavimento. Ese idiota recibió tantos golpes que su cara se tornó roja. Salpicó con sangre el cabello de mi novio. Pensé que ya estaba inconsciente, pero empezó a llorar, gritando:
—¡Ya, ya! —Sentí placer al verlo, porque me di cuenta de que no debía temer a nadie más. Ya estaba segura; todos los temores tenían una cura, y se encontraba frente a mí jadeando de forma dispareja, con sus nudillos manchados de sangre, porque no habría nadie que pudiera vencer a Daniel.
Ser defendida de forma desinteresada por primera vez en mi vida hizo que cayera rendida a sus brazos. Eso, y que sus rasgos eran altamente atractivos. Ya lo dije: la apariencia importa, y en ella he basado las pocas relaciones de mi vida. Adoraba que recostara su cabeza sobre mis piernas, que me susurrara al oído, que me levantara con tanta facilidad y, por supuesto, sentir su cabello entre mis dedos cuando estábamos sentados en la calle era mi felicidad.
Terminé varias veces con él. La verdad es que yo estaba loca. Él era perfecto, y cada vez que sentí su ausencia, experimenté la muerte. Eso fue lo que me hizo llorar aquella vez, en medio de la noche, sin que a nadie le importara, porque sabía que inevitablemente terminaría lejos de él.
En el fondo tenía miedo de mudarme a su casa y despertar un día con golpes en todo el cuerpo. Era un riesgo que estaba dispuesta a enfrentar solo por tenerlo a mi lado. Dentro de mí, sabía que él había golpeado a su mujer, pero me negaba a afirmarlo ante los demás porque sería como aceptar que estaba enamorada de una sentencia de muerte por segunda vez. Por lo menos, esa era mejor que la anterior. Entonces, empezó a importarme poco.
Luego de caminar quince minutos, llegué a un árbol frondoso en una esquina de escasa iluminación. Siempre hay partes inseguras incluso dentro de las más acaudaladas; lo sabía, y me importaba poco la soledad y los gritos de los ebrios que se escuchaban a lo lejos. Habíamos elegido el espacio que quedaba entre los arbustos y una pared para esconder nuestros patines. Ese era el lugar idóneo, era imposible verlos sin detenerte a mover las ramas.
Desaté una bolsa de plástico y pensé si arrojar a la basura los de Maribel o llevarlos a mi casa para que pasara por ellos después. ¿Qué consideración debía tener con ella si me había abandonado para salir con un desconocido? ¿Qué pretendía? ¿Que la esperara? Solo tenía treinta minutos para dirigirme a mi casa antes de que mis papás llegaran. Ellos estaban ocupados en una vigilia evangélica. Por esa razón, los viernes y los miércoles tenía el tiempo necesario para dedicarme al pequeño negocio. A veces se tardaban un poco más por quedarse platicando, pero no podía confiarme.
Cuando terminé de atar las cintas, una voz jadeante me dijo:
—No te vayas sin mí. —Maribel llegó al lugar y sacó de la bolsa de su chaqueta una billetera de cuero—. Guárdala, a mí me estorba. Lo repartiremos en tu casa, pero corre.
Su cabello pocas veces estaba ordenado, pero esa vez se notaba aún más alborotado. Se apresuró con sus patines y me ayudó a levantarme. Tomamos impulso y nos dirigimos a la avenida Reforma. Un grupo de borrachos nos inundó de chiflidos cuando pasamos frente a ellos. No les presté importancia. Pasamos los semáforos sin ver su color; la calle estaba desierta y nos preocupaba más alejarnos del bar que nuestras propias vidas.
Me imaginaba lo que había hecho —no sería la primera vez—. Llegamos al casino en unos pocos minutos; el bullicio nos alcanzaba aun estando en la calle, su rostro sudado brillaba con el reflejo de las luminarias. Intentó detener la marcha, pero casi pierde el equilibrio; consiguió detenerse levantando la punta de sus pies y usando como apoyo un auto de lujo.
El tiempo se acababa, pero decidimos detenernos a conversar por un momento.
—¿Pensaste que te dejaría sola? —me preguntó, antes de empezar a reír.
—Sí —respondí, juntando mis labios.
—Ni lo pienses, ya deberías conocerme. Si lo hago, tené por seguro que planeo algo. —Levantó sus brazos y entrecruzó sus dedos en el aire—. Me enoja un poco tu novio, pero podés hacer con tu culo lo que se te dé la gana. Lo que interesa ahorita es que el tipo ese ya lo había visto varias veces antes: entra, toma seis cervezas, ve bailar a las chicas, pasa a la barra y luego se va. No sabía si fumaba, pero me arriesgué.
No quise retomar el tema de Daniel, y ella me ayudó.
¿Qué importaba a quién yo le abría las piernas? Lo único que deseaba saber era la forma en la que había conseguido la billetera.
—¿Cómo le quitaste el dinero? Porque de seguro no viene vacía, y seis cervezas no son suficientes para que alguien se deje robar.
—El cigarro que le di era de los favoritos de tu novio. No tardó mucho en acercarse cuando llegamos a la parte oscura de la calle. Dejé que me besara y que me tocara; las drogas hicieron su efecto y el pobre idiota no se dio cuenta.
Daniel era un maestro en mezclar las partes correctas de marihuana, cocaína y tabaco para crear un delicioso puro que podía atontar a cualquiera —esa era solo una de sus tantas cualidades—.
Vi su expresión de satisfacción; abandonó por un momento la cara de pocos amigos y expresó su felicidad con una sonrisa, aun cuando acababa de dejarse manosear por un extraño para poder robarle. Estuvo bien que se sintiera de aquella forma —no sabíamos que, en nuestra vida futura, eso sería algo que haríamos con mucha frecuencia—.
—Será mejor no acercarnos al bar por un tiempo. La zona uno no paga igual, pero habrá que hacerle.
¿Estás bien?
—Lo estoy, valió la pena. Tres mil en una noche son suficientes para ser feliz. Tuvimos suerte, solo pensá: podremos comprar un par de celulares, o por lo menos uno para compartirlo. Mañana gastaremos todo, iremos a almorzar; mañana será el mejor día de tu vida. —Se dio media vuelta sin dejar de sonreír—. Vamos, solo tenemos veinte minutos.
Tomamos la séptima avenida a la derecha. Siempre nos gustaba desviarnos un poco para despejar nuestras mentes luego de trabajar por tantas horas. Disfrutábamos pasar debajo de La Torre del Reformador; ese día, las luces eran azules, se proyectaban en la calle vacía, se reflejaban en las piezas no oxidadas de nuestros patines y nos alumbraban el camino.
Mientras patinábamos a uno de los costados, me pregunté una vez más, como lo había hecho en repetidas oportunidades: ¿La Torre Eiffel se verá igual que esta? Bueno, por lo menos unas diez veces más grande. Seguramente, si hubiera vivido en París, mi vida no hubiera sido como lo fue, no hubiera tenido que estar en esa situación, acompañando a mi amiga después de dar el golpe de su vida.
Si hubiera vivido en París y si hubiera patinado en sus calles a esa hora, me dirigiría a mi casa lujosa después de cenar pasta en un restaurante a tres calles del Louvre, al cual nuestros novios nos hubieran invitado; porque, aunque tuviera dinero a montones, no aceptaría pagar una cena. Ellos se llamarían Albert y Adrien, un par de jóvenes con porte atlético y de ojos azules, quienes serían un par de adinerados y expertos inversores en la bolsa de Londres, con más dinero en el banco del que había tocado mi papá en toda su vida.
Ellos hubieran estado tan felices y complacidos de tener a dos novias adolescentes, hermosas y cariñosas, con un futuro prometedor en el arte. Yo, siendo prodigiosa, hubiera logrado a mi corta edad que varias de mis pinturas estuvieran exhibidas en galerías medianamente prestigiosas. El futuro hubiera estado claro, pues la única forma de tener esa seguridad es con dinero, y no me faltaría ni una moneda. Hubiera sido feliz y no hubiera estado ahí, girando junto a un monumento con seis leones.
La Ciudad de Guatemala estaba formada por zonas de la uno a la veinticinco, distribuidas en forma de espiral. Cada una mostraba dos rostros: uno lleno de prosperidad y seguridad, el otro dejaba ver la realidad —que era todo lo contrario—. En este último era donde la mayor cantidad de personas vivía, y era ese mismo al que nos dirigíamos aceleradas, ignorando, como tantas noches, las casas que según nosotras nunca llegaríamos a habitar.
Nos apresurábamos para llegar a aquel lugar lleno de casas construidas sin ningún cuidado. Estaban todas una sobre otra en un barranco. Ahí estaba mi hogar, una casa pequeña de un nivel donde vivían siete personas. Por suerte, estaba hecha de blocks de concreto y no de láminas como muchas otras. Había sido construida por las manos de mi papá y mi abuelo, y aún conservaba el color del concreto después de doce años. Era muy deprimente que, a tan solo cinco kilómetros de distancia, se encontrara aquel puñado de zonas ostentosas.
Pasando el Liceo, la décima avenida se convertía en una cuesta. El silencio de la noche era interrumpido por el sonido de las llantas de nuestros patines, y, al pasar debajo de la sombra de los árboles, mi cabello suelto ondeaba en el aire.
Maribel iba delante de mí. Solo podía ver su espalda y cómo, de vez en cuando, extendía sus brazos para sentir el aire en sus manos desprotegidas. Mientras pensaba en qué almorzaríamos el día siguiente, un auto negro nos rebasó por el carril izquierdo antes de llegar a la rotonda. Frenó justo delante de ella; no tuvo tiempo de reaccionar, y, aunque abrió las piernas para detenerse, el rechinido de los neumáticos se mezcló con un grito corto, casi imperceptible. Su cuerpo fue expulsado por el aire, pasó por encima del auto y se detuvo después de arrastrarse varios metros. Junto al parqueo del estadio, su cuerpo empezó a escurrir sangre luego de dar muchas vueltas.
No se escucharon quejidos; la única respiración agitada era la mía. Ella debía estar muerta o inconsciente, que, para fines prácticos en ese momento, era lo mismo. Pude detenerme a tiempo antes de llegar al auto y, sin entender lo que sucedía, me quedé paralizada frente a esta escena.
Con la garganta seca y las piernas pesadas, pude sentir cómo un hormigueo recorría toda mi espalda. Quise gritar, pero ningún sonido salió de mi boca. Ante mis ojos, el chico a quien Maribel le había robado bajó del auto tambaleándose, tenía un tubo metálico en su mano. Mis labios empezaron a temblar. Él me vio fijamente y caminó hacia mí. Traté de irme, pero solo tropecé; el sonido del plástico rebotando en el suelo me hizo ser consciente de que lo que vivía no era una alucinación. Sus pasos resonaban fuerte, indicándome que estaba cerca. Yo tenía mi rostro en el suelo, y varios raspones en él hacían que mi cara estuviera caliente aun con el viento frío que levantaba mi cabello. Sentí el olor del asfalto, y, al tratar de respirar, ingresó polvo en mi boca. Me tomó del pelo y me arrastró al auto. No pude hacer más que llorar; de nada sirvió rasguñar sus brazos o mover mi cuerpo para que me soltara. Cuando percibí el metal de la carrocería en mi espalda, un fuerte dolor me atravesó el pecho. Mis gritos hicieron eco; por fin lo conseguí, y pude ver a un motorista pasar frente a nosotros. El alivio no duró más de diez segundos. Aterrada, pude ver cómo continuaba su marcha. Él abrió la cajuela y alzó sus manos sosteniendo el tubo. Lágrimas mojaban mi chaqueta; mis manos se posicionaron frente a mi rostro, y cerré los ojos con fuerza.
—Espera, tenemos tu dinero, perdónanos. —La voz de Maribel apenas podía ser escuchada; escupió y empezó a toser—. ¡Julia, dale el dinero!
Él volteó a verla, bajó los brazos, aspiró fuerte y dijo:
—Pensé que estabas muerta, debí haberte pasado el carro encima.
Yo seguía en el suelo; mi mano temblorosa sacó la billetera y la puso frente a él. Al verla, la golpeó con demasiada fuerza y escasa consideración. Cuando su billetera cayó en el suelo al llegar a la banqueta, mi mano fue aplastada por su pie. Después de eso ya no pude gritar; el pánico cerró mi boca, y solo sentí las lágrimas escurrir sobre toda mi cara.
—No me interesa el dinero. Tengo unos amigos que me pagarán mucho por cogérselas, incluso si están muertas —continuó.
Alzó sus brazos de nuevo, sosteniendo el tubo. No había ninguna duda en él, no tambaleó ni sintió lástima mientras lo blandía en mi dirección. Lo próximo que pude oír fue un estruendo que dejó timbrando mis oídos. Sentí náuseas y sangre humedeciendo mi rostro, sangre espesa y muy caliente, pero no era mía; Maribel había atravesado la cabeza del tipo con un disparo certero. Pensándome muerta, me quedé temblando en un charco de sangre. Permanecí inmóvil, observando cómo de su cara brotaba sangre a tan solo pocos centímetros de mí, hasta que ella llegó a abrazarme.
—Julia, vámonos. Ayúdame a caminar; solo estás asustada. Yo apenas puedo mover mi pie. —Sin decirle nada la abracé tan fuerte como para partirla en dos—. Julia, levántate, tenemos que irnos, no tenemos tiempo. Ayúdame. Si nos quedamos, vendrá la policía y cumplirás diecisiete en la correccional.
Me ayudó a desatarme los patines; ella ya iba descalza mientras, junto a las dos, un cuerpo sin vida se enfriaba. Maribel trataba de mostrarse fuerte a pesar de lo recién ocurrido. Tenía sangre manchando su cabeza; su chaqueta estaba rota y gran parte de su pantalón rasgado. Estaba llorando. Sus ojos se colocaron frente a los míos cuando nos pusimos de pie.
Al apoyar mi mano contra el auto, pude sentir el dolor que provocaban los huesos rotos. Usé la otra para estabilizarme y pude caminar. Ayudé a Maribel a ponerse de pie; sirviéndole de muleta, empezamos a caminar con dirección a los árboles. Dejamos los patines y la bolsa con nuestros zapatos. Seguimos el camino de tierra para llegar al puente. Mientras los indigentes nos miraban, mis lágrimas cesaron. El miedo no dejaba de hacer temblar mis piernas tras cada paso. Muchas preocupaciones me atacaron: mi cabello goteaba por la sangre que provenía de la cabeza de mi amiga; los orificios de su pantalón dejaban ver una herida palpitante, y en su cartera guardaba un arma homicida. Faltaba poco para que cayera desmayada. Pensé en lo peor. No era de las que abandonan a sus amigas, pero de nada servía acompañar a los muertos para arruinar tu vida. Por suerte, pudo mantenerse en pie hasta que fuimos iluminadas por las luces de la avenida, donde empecé a sentirme más tranquila.
El teléfono público más cercano estaba a diez minutos caminando, pero en ese estado hubiéramos tardado días. Pudimos esperar en la calle a que pasara un auto para pedir ayuda, pero estábamos muy cerca del lugar de los hechos. Habíamos dejado los patines en el lugar, y, de seguro, al encontrarnos descalzas, ya en el hospital, cuando llegara la policía, nos hubieran hecho preguntas; también había dejado mis huellas en el auto, la sangre de Maribel quedó esparcida por toda la calle, y estaba además el casquillo. «¿En Guatemala se investiga eso?», me pregunté. Igual no lo sabía, y no quería averiguarlo.
La opción más simple era llegar a la casa de Maribel, tomar un baño, muchos analgésicos y rogarle a Dios que los huesos se acomodaran en su lugar sin la intervención de un médico.
Al intentar cruzar la avenida, un camión de ochenta toneladas pasó frente a nosotras, haciendo temblar nuestros cuerpos y el suelo. Pese a la hora, continuaban pasando autos a alta velocidad. Escuchamos las sirenas de la policía, o pudieron haber sido las de una ambulancia; bastaba con voltear a ver para confirmarlo, pero no lo hice. Llegamos al otro lado, junto a la entrada de las canchas de voleibol. Pasamos por debajo de la talanquera y, después de varios pasos inseguros, encontramos unas gradas donde pudimos descansar. Ayudé a Maribel a sentarse; la dejé recostada en el extremo de una pared. Con las manos temblorosas, acomodó el revólver en su cartera, tomó la cajetilla y utilizó un encendedor metálico para prender el cigarro.
—¿Después de lo que acaba de suceder, pensás fumar? —dije en tono quejumbroso. Mis lágrimas brotaron de nuevo, me tapé el rostro con mi mano derecha—. Casi morimos, casi morimos… Pensé que estabas muerta, le disparaste a ese tipo y lo mejor que se te ocurre es fumar.
—¿Querés uno? —me respondió, colocando la cajetilla en medio de las dos—. Acabo de matar a un hombre, su vida costó tres mil quetzales y un encendedor. —Jugueteó con él en su mano y continuó—. ¿Qué más querés que haga? No hay nada más. ¿Querés que lo reviva, que regrese el tiempo y decida no robarle, o preferirías que lo hubiera dejado golpearte hasta matarte? No puedo dejar de temblar; no sé si es por mis heridas o por revivir en mi mente el rostro de un hombre con un disparo en medio de la cabeza. Esa imagen me acompañará en todas las pesadillas el resto de mi vida. ¿Creés que estoy llorando de felicidad?, ¿que estas lágrimas son porque por fin pude usar el arma de mi padre? No estoy loca, ni siquiera había matado a un animal. Lo hice para salvarte, así que sí, fumaré todo lo que quiera, y vos me acompañarás, porque gracias a mí estás aquí sentada.
—¡Fuiste vos, quien en primer lugar le robó, solo me envolviste en esta situación!
Llevé la mano a mi frente e incliné mi cabeza. No podía pensar, las ideas escapaban de mi razonamiento como las lágrimas que caían en el suelo.
—No pensaste lo mismo cuando te dije que gastaríamos el dinero juntas. Si querés reprochar el pasado, fuiste vos quien pensó en vender cigarros en la noche, fuiste vos quien nos puso en esta situación.
La culpa no era de ninguna de las dos, y si lo era, no cambiaría lo que había pasado. Nos quedamos mirando al vacío durante varios minutos. Cuando Maribel terminó su cigarro, me puse de pie y la ayudé a levantarse. Me miró con los ojos llorosos; traté de quitarle la sangre que aún no estaba seca, pero me retiró con un movimiento frágil. Su voz se tornó débil y me dijo:
—Esperate, no hemos pensado qué vamos a decir. Mi papá regresa hasta el lunes, igual no es como si le importara mucho, pero tu familia de seguro ya regresó de la iglesia. ¿Qué te parece si decimos que nos escapamos a patinar al centro? Luego nos caímos. —Movía sus manos al hablar, tratando de llamar mi atención—. Aunque eso no explicaría por qué perdimos los patines. Además, tu mano está quebrada, o eso parece; ya está hinchada, pero no tenés ningún raspón. ¿Cómo una caída no provoca un raspón? Mi pie está quebrado, pero… pero se ve que la herida y mi ropa corresponden a una caída. Tendrás que provocar un raspón en tu mano, quizás si la pasás lo suficientemente rápido sobre la pared o sobre el suelo, podremos reproducir una herida.
—Mis papás no son detectives. ¿Podés imaginar el dolor que siento solo con tratar de mover un dedo? Intentarlo me hace querer llorar. Calláte, a menos que quieras escuchar mis gritos. No haré nada. Mejor llegaremos arrepentidas y diremos que salimos a escondidas a patinar, nos caímos, salimos sin zapatos para ahorrar peso, y como nos lastimamos, preferimos venir descalzas y dejamos los patines en la calle. Ya después, con el dinero, compraremos zapatos iguales a los que perdimos.
Después de verla asentir, subimos las gradas de concreto, cubiertas de moho, y casi caemos en el primer intento. Con las heridas frías era más difícil moverse para Maribel. Nos detuvimos a descansar, recostadas en la malla de metal. Caminamos sobre los charcos de agua y, al salir de las canchas de básquet, encontramos la doce avenida.
Nos faltaban cuatro cuadras para llegar a nuestra casa. Aun estando tan cerca, nos tardamos veinte minutos en llegar a la entrada de la colonia.
Frente al estadio Mateo Flores, una baranda de concreto de ciento cincuenta metros de largo resguardaba a miles de casas construidas sobre terreno robado al Estado. La vista siempre fue imponente para quienes la observaban por primera vez, para nosotras nunca lo fue. Pasamos bajo un árbol de buganvilias; antes de llegar a la hojalatería, en nuestro costado derecho, el concreto perdía su forma habitual, se convertía en una pendiente donde se bifurcaban varios caminos para ingresar al asentamiento donde estaban nuestras casas. Normalmente saltábamos la baranda para ahorrarnos varios metros de caminata, pero no nos fue posible hacerlo; tuvimos que rodearla y pasar por la vereda interna. Eran unos veinte metros, y si dabas un paso en falso, te esperaba una caída corta pero mortal. A Maribel le iba a costar bajar las gradas, así que la ayudé a sentarse en un montículo de concreto que estaba al inicio de ellas para que descansara.
—Olvidá el plan, lleváme a un hospital —dijo, usando las pocas fuerzas que tenía para tomarme del brazo y detener mi partida—. Corré mejor, escondé el dinero y el arma, y regresá con ayuda.
Ni siquiera me tomé un momento para asentir. Bajé lo más rápido que pude; eran sesenta y seis gradas para llegar al callejón donde vivía Maribel. Cuando estuve frente a su casa, arrojé la cartera sobre una pared de láminas; ya nos encargaríamos al día siguiente de guardar esas cosas de forma apropiada. Seguí caminando y crucé a la derecha; mi casa se avistaba en la esquina, las luces estaban apagadas. Quizás sobreestimaba a mis papás, porque tal vez ni siquiera les importaba que no estuviera ahí.
—¡Mamá, soy yo! Abrí la puerta, ¡mamá! —grité, azotando la lámina de la fachada, porque era cierto, esa era la última parte de la casa que continuaba siendo de ese material.
Una señora de cuarenta años me recibió. Ya vestía ropa para dormir; me observaba con los brazos cruzados y frunciendo el ceño. Yo apenas iba a hablar, cuando me dijo, imponente, cortándome las palabras:
—¿Dónde estabas, patoja? ¿No que tenés que dormir bien para estudiar los sábados? ¿Dónde están tus zapatos? ¿Con quién te estabas revolcando?
Eran muchas preguntas, no me interesaba contestar ninguna. Me tomó de la mano izquierda y me jaló dentro de la casa. El dolor era tan fuerte que tuve que morderme la lengua para no gritar. Intenté soltarme; perdí el equilibrio y caí al suelo de espaldas.
—¿Y todavía venís borracha? Mija, lo que querés es que te eche de la casa.
Mi papá llegó y se paró junto a ella, ambos con la misma expresión e indiferentes a mi angustia. Continuaron gritándome. Ninguno ofreció su ayuda para levantarme; me dejaron ahí, siendo un manojo de nervios, sin ánimos de contarles las mentiras que había inventado. Me incorporé con mucha dificultad, sintiéndome intimidada. Quería volver a llorar. Traté de explicarles la historia que habíamos preparado; por alguna razón pensé que ambos me escucharían, que me tomarían del brazo y llamarían a una ambulancia para llevarnos al hospital junto con Maribel. Ese era el nuevo plan desde que había pasado por la puerta.
Veinte minutos después de la medianoche, recibí un golpe de mi mamá por primera vez en la vida. En el rostro, por supuesto, ya que mi cuerpo poseía docenas de cicatrices provocadas por ella; de seguro vivía ansiosa esperando el momento correcto para hacerlo. No me creyeron en lo absoluto. Les expliqué con palabras convincentes la ayuda que necesitábamos, les dije que mi amiga estaba esperando sola porque no podía caminar, que mi mano estaba quebrada, que solo estábamos patinando, que solo queríamos pasarla bien un rato, pues casi siempre se negaban a dejarme salir. Recibí otra bofetada. Mi rostro caliente empezó a hormiguear. Me quedé viendo cómo mis lágrimas caían al suelo junto a mis pies descalzos. Las calcetas blancas estaban muy sucias, con manchas de sangre y polvo. Mi papá me tomó del brazo y me llevó a mi cuarto.
—Si podés ir a divertirte sola en la noche, podés ir al hospital sola, caminando. Pero será mañana.
Cerró la puerta con llave tras decirlo. Me dejé caer en la imposibilidad de ayudar a Maribel. Caminé a tientas, ya que el foco llevaba quemado varias semanas y la luz no podía entrar a través de la cortina. Sola en la oscuridad, acostada en el suelo, sintiendo cómo el frío cobijaba mi espalda, continué llorando. Giré mi cabeza y vi mi reflejo cubierto de angustia y desesperación, justo como lo hago ahora.